Juan Francisco Hernández llegó a Saltillo hace poco más de un año. Viene desde El Salvador, con una mochila al hombro, los pies cansados y un sueño tan grande como la distancia que ha recorrido.
No llegó en avión ni en autobús; cruzó países montado en el lomo del tren, con la mirada firme y el corazón cargado de esperanza. Pero no lo hizo solo.
A su lado, siempre fiel, lo acompaña Lobo, un perro mestizo de mirada noble que lo ha seguido desde su tierra natal. Nadie sabe cómo lo logró, pero lo cierto es que cuando Juan Francisco se subió al tren, Lobo corrió, saltó y no volvió a mirar atrás.
En Saltillo, Juan Francisco encontró una ciudad dura, pero también corazones generosos. A falta de papeles, se gana la vida como puede. Unos días trabaja como mesero, otros como guardia, y cuando no hay nada más, saca su trompo y se planta en la Alameda.

Lo lanza al suelo, lo hace girar, lo toma con una cuerda y lo hace bailar en su mano, en su cabeza, en el filo de una cuchara. La gente se detiene a mirar, le aplaude, le deja unas monedas, a veces un taco o una torta. Lobo, sentado a su lado, observa todo en silencio, como si entendiera que esa danza no es sólo un juego, sino el sustento del día.
Pero más allá del espectáculo, Juan Francisco y Lobo cuentan una historia profunda: la del esfuerzo, la resistencia y el valor de lo esencial. No tienen casa, pero tienen lealtad.

No tienen lujos, pero conocen el sabor de la gratitud. Lobo no necesita correa. Solo basta con gritarle su nombre para que corra entre la multitud y encuentre a su compañero. Así ha sido desde que salieron de casa: uno no se mueve sin el otro.
"Hay días en que no tengo ni para una tortilla, pero luego alguien me regala una sonrisa o me deja una moneda, y eso basta", dice Juan Francisco con humildad. "Y mientras tenga a Lobo, no me siento solo."
Su presencia en la Alameda se ha vuelto parte del paisaje urbano. Algunos lo conocen como “el del trompo”, otros como “el salvadoreño con su perro”, pero quienes se han detenido a escucharlo saben que detrás de su acento hay una historia de coraje. Juan Francisco no pide compasión, solo una oportunidad. Y con cada giro del trompo, nos recuerda que la dignidad no la dan los papeles, sino el corazón.
A veces la vida pone a prueba hasta al más fuerte, pero también nos regala encuentros como el de Juan Francisco y Lobo: un hombre y un perro, unidos por el camino, enseñando a Saltillo que la verdadera riqueza se mide en amor, lealtad y esperanza, pero si los animales no discriminan al ser humano, ¿por qué el ser humano si discrimina a los animales?